Tenía yo cuatro años. Estaba yo en una finca, no lejos de un bosquecillo circular donde se escuchaba el ruido de la noria. La hacia funcionar un asno con los ojos vendados.
Interminablemente. Declinó la tarde, y yo no era capaz de dejar de mirarlo. Cuando ya me llevaban, corrí hacia él y, empinándome, le besé la cabeza.
Recuerdo todavía la entristecida ternura de ese gesto infantil. Y no mucho más tarde, en un pueblo de Castilla , por un camino terrizo, de regreso del campo , se cruzó conmigo , que volvía también de los ejidos , un labriego de facciones cerradas junto a un burro sobrecargado, el animal tropezó y cayó. Nunca he visto una cólera más ciega ni más torva. Con una gruesa vara golpeaba furioso el dueño aquel animal caído de cansancio. El tiempo pareció detenerse sobre los gestos del ataque. El niño que yo era, inconteniblemente, se echó a llorar con profundos una sollozos.